jueves, 5 de septiembre de 2013

5 septiembre 1938: Masacre del Seguro Obrero

Existen fechas que no deben ser borradas de la memoria de los trabajadores conscientes y sensibles de nuestro país, por lo que recordamos lo que sucedió en Chile el 5 de septiembre de 1938, la Masacre del Seguro Obrero, una matanza en la que fueron masacrados 63 jóvenes estudiantes y que Fenatral a través de este Blog, no puede pasar por alto, por ello compartimos y hacemos nuestro el siguiente artículo, que invitamos leer completo en Punto Final.
En la elección presidencial de 1938 se presentaron tres candidatos: Pedro Aguirre Cerda, apoyado por el Frente Popular; Gustavo Ross, el candidato de la derecha ultraconservadora; y Carlos Ibáñez, apoyado por la Alianza Popular Libertadora. La campaña fue bastante dura, y ante la posibilidad cierta de la victoria de Gustavo Ross, los nacionalsocialistas criollos intentaron el 5 de septiembre un golpe de Estado en apoyo a Ibáñez. El golpe, en el que esperaban contar con el soporte de varios regimientos, fracasó desde el primer instante por la lealtad que mantuvieron los militares con el Presidente Alessandri y fue duramente reprimido. Los estudiantes pertenecientes al Movimiento Nacional Socialista Chileno, atrincherados en el edificio de la Caja de Seguro Obrero frente al Palacio de La Moneda, fueron masacrados por la policía tras rendirse, en un hecho que conmovió fuertemente a la opinión pública. Ibáñez partió nuevamente al exilio y el desprestigio del gobierno por la matanza del Seguro Obrero, así como el apoyo que entregaron los ibañistas y nazistas al Frente Popular fueron determinantes en la victoria de Aguirre Cerda y la llegada del Frente Popular al gobierno.
Los que se rindieron en la casa central de la Universidad de Chile fueron llevados al edificio del Seguro Obrero y masacrados junto con sus compañeros.
A mediodía del lunes 5 de septiembre el plan empezó a realizarse de acuerdo a lo programado. Un grupo de treinta y dos jóvenes dirigido por Gerardo Gallmeyer Klotze entró al edificio de la Caja del Seguro Obrero (que hoy ocupa el Ministerio de Justicia), y se distribuyó por escaleras y pasillos. A las doce diez algunos nazistas comenzaron a cerrar las puertas del edificio pero el mayordomo trató de impedirlo. La dueña de un puesto de diarios avisó al cabo de Carabineros José Luis Salazar Aedo que salía de la Intendencia. Creyendo que eran ladrones se acercó, revólver en mano y dispuesto a disparar. Pero antes lo hizo un nazista, hiriéndolo mortalmente. Los amotinados fueron ocupando los pisos superiores, construyeron barricadas en las escaleras del séptimo piso y apresaron a medio centenar de funcionarios.
Otro grupo de treinta y dos jóvenes, encabezado por Francisco Maldonado Chávez, había ingresado a la casa central de la Universidad de Chile, ocupándola sin resistencia. A los académicos y funcionarios se les permitió retirarse, salvo al rector Juvenal Hernández Jaque que quedó como rehén.
Los otros grupos no tuvieron igual éxito. Los hermanos Jorge y Alberto Jiménez se tomaron la radio Hucke, después de las doce y media, pero el operador logró cortar la comunicación. Orlando Latorre González y un pequeño grupo sólo consiguieron desconectar una de las torres de alta tensión escogidas, con lo que se produjo una interrupción momentánea de la energía eléctrica en Santiago.
A las 12:25, el presidente Alessandri se dirigió de La Moneda a la Intendencia, donde increpó al intendente Julio Bustamante Lopehandía por creer que se trataba de un asalto gangsteril, volviendo luego a su despacho en La Moneda desde donde convocaría a las autoridades encargadas del orden público. Carabineros, entre tanto, había rodeado el Seguro Obrero, tomado posiciones en techos y terrazas vecinas y emplazado ametralladoras.
Los amotinados, que tenían orden de resistir sin disparar, esperaban la aparición de las tropas del ejército que los ayudarían. Ignoraban que el “enlace” Caupolicán Clavel había “desaparecido” la noche anterior y nadie se había comunicado con los jefes militares de Santiago, por lo que ningún regimiento los auxiliaría.
Pocos minutos antes de las 13 horas se abrió el fuego contra el sexto piso del Seguro Obrero desde el edificio de La Nación. El presidente Alessandri, acompañado de su hijo Fernando, dirigía personalmente las operaciones.
Quince carabineros lograron romper la cadena en la puerta del edificio, y al mando del comandante Ricardo González Cifuentes entraron hasta el tercer piso. A las 13:30 o poco antes, llegaron efectivos del regimiento Tacna frente a la Universidad y, para sorpresa de los nazistas, dispararon dos cañonazos con una pieza de artillería, derribando la puerta. Seis muertos fue el resultado de esta acción, en que no hubo, de acuerdo a las instrucciones, mayor resistencia.
A las 13:30 el general director de Carabineros Humberto Arriagada Valdivieso, quien cuatro años antes había dirigido la matanza de Ranquil y que “estaba saliendo de una mona, porque había estado en una farra el día anterior” (Tito Mundt, Las banderas olvidadas, Ed. Orbe, Santiago, 1964) recibió terminantes órdenes de rendir a los amotinados antes de las cuatro de la tarde.
Arriagada, desde la puerta de Morandé 80 recibía las órdenes de Alessandri y las hacía llegar al coronel Juan B. Pezoa Arredondo, quien tenía el mando de la acción. Arriagada observó un cable que iba hacía la terraza del Seguro y ordenó al sargento Lavanderos, campeón de tiro con fusil y carabina, que lo cortara. Así, de un certero disparo, Lavanderos interrumpió las comunicaciones radiales de los rebeldes.
En cuanto a los rendidos en la universidad, se les llevó, con los brazos en alto, por calle Morandé en dirección al cuartel de Investigaciones. En el camino los carabineros incorporaron al mecánico José Miguel Cabrera Barros, por haberse acercado a los amotinados. Al pasar por La Moneda, Arriagada exclamó: “¡A estos carajos hay que matarlos a todos!”. Tras cruzar Agustinas, por órdenes de Alessandri se les hizo volver y entrar al edificio del Seguro. Más o menos a las 14:40 horas fueron llevados a culatazos hasta el sexto piso, quedando en una sala a cargo del teniente Ricardo Angellini Morales.
Más o menos a esa misma hora el general Ibáñez, aconsejado por sus amigos, se entregó al único cuartel que mandaba un jefe que no le era afecto: la Escuela de Aplicación de Artillería de San Bernardo al mando del coronel Guillermo Barrios Tirado, desde donde fue conducido a la Prefectura de Investigaciones.
Cerca de las quince horas Gerardo Gallmeyer recibe un disparo en la frente (fue el único muerto en acción en el Seguro), al asomarse desde una ventana. En su reemplazo toma el mando Ricardo White Alvarez. Por calle Teatinos aparecen los regimientos Tacna y Buin. Los nazistas al verlos gritan alborozados. Pero al ver que abren fuego contra el Seguro, White grita: “¡Hemos sido traicionados! Estamos perdidos... ¡Chilenos a la acción! ¡Moriremos por nuestra causa! ¡Viva Chile!”.
El comandante González Cifuentes, diez o quince minutos después de llegar los detenidos de la universidad al sexto piso del Seguro, envía a uno de ellos, Humberto Yuric, a pedir la rendición de sus compañeros. Al no lograr convencer a White, opta por quedarse con sus camaradas. Se envía entonces un nuevo emisario, Guillermo Cuello González, para advertir que si no se entregan, los rendidos en la universidad serán fusilados. White se resigna. Diez minutos después baja Cuello y da cuenta de su misión, tras lo cual se le da muerte de dos tiros en la cabeza.
El general Arriagada, por intermedio del teniente coronel Reynaldo Espinosa Castro, contestó textualmente: “¿Que no entienden lo que se les dice? ¡Que los suban arriba a todos y que no baje ninguno!”. Pezoa, a los pocos minutos, recaba una orden escrita, la que le fue enviada (“De orden de mi general y del gobierno, hay que liquidarlos a todos”). Una orden manuscrita del prefecto jefe, coronel Jorge Díaz Valderrama, ratificó la anterior. Pezoa, entonces, ordena el cumplimiento a González, el cual se niega alegando que la orden es contraria a los principios de la institución. Se dirige a la Intendencia, intercede ante sus superiores para no cumplir la orden, recibiendo por respuesta: “¡Es orden del gobierno!”. Finalmente, implora clemencia al general Arriagada, quien responde: “¿Cómo se le ocurre pedir perdón para esos que han muerto a carabineros?”. Pero ante los argumentos, se compromete a hablar con el presidente. La gestión del director general no prosperó.
Durante los cinco minutos siguientes todas las armas policiales disparan sobre los rendidos. Fue un asesinato masivo, cruel y cobarde.
Con gritos de terror, unos, y gritando sus consignas partidarias, otros (ha perdurado la frase que Pedro Molleda Ortega dirigió a sus compañeros: “¡No importa, camaradas, porque nuestra sangre salvará a Chile!”), todos murieron, siendo después repasados con disparos y/o golpes de sable y yatagán. Después vino el despojo, el botín, el premio a la infamia.
Ahora le tocaría el turno a los rendidos en la universidad, que se hallaban en el quinto piso. Se les llevó al cuarto, debiendo pasar por sobre los cadáveres de sus camaradas.
Luego un capitán grita a los carabineros: “¡Ya niños, a cumplir con su deber!”, a lo que siguió la masacre.
Pero faltaba otro capítulo: la impunidad. Comenzó esa misma noche, al arrastrar los cuerpos hacia las escaleras para aparentar que habían muerto en combate.
El gobierno puso en marcha lo que el historiador Ricardo Donoso llamó “el escamoteo de la verdad”. Pidió al Congreso facultades extraordinarias y clausuró los diarios opositores La Opinión, del periodista Juan Luis Mery Frías y del diputado Juan Bautista Rossetti, y Trabajo, de los nazistas, y las revistas Hoy, de Ismael Edwards Matte, y Topaze, de Jorge Délano (Coke). Quedaron circulando los diarios de derecha y el radical La Hora, dirigido por Aníbal Jara, que inició una campaña destinada a divulgar lo acontecido publicando fotos, comentarios y revelaciones que estremecieron a la ciudadanía.
La Cámara de Diputados nombró una comisión investigadora, ante la cual concurrieron actores y testigos de la masacre, volviendo a conmoverse la opinión pública con las declaraciones y revelaciones que hicieron los tenientes Angellini y Draves. El coronel Aníbal Alvear no dudó en señalar a los verdaderos autores. Preguntado sobre quién dio la orden de matar, contestó: “El asunto es bien sencillo, ¿quién da una orden de matanza, cuando el gobierno, un general presente y el presidente de la República están a pocos metros de distancia de donde ocurre la masacre?”. La conciencia pública se conmovió aún más cuando se supo que el personal que había participado en la matanza, además de ascensos, había sido gratificado.
“La derecha oligárquica y elementos moderados del nuevo gobierno trataron de dejar en el olvido la trágica masacre. Diversas presiones y compromisos políticos determinaron que el 10 de julio de 1940, el Ministerio de Justicia dictara un decreto de indulto para los condenados, dejando así en la impunidad uno de los crímenes más alevosos de nuestra historia política, sólo superado por los numerosos asesinatos masivos e individuales cometidos bajo el gobierno militar del general Augusto Pinochet” (Alberto Galleguillos Jaque, Memorias de un profesor exonerado, Centro Gráfico Ltda., Santiago, 1989).
No se había esclarecido toda la verdad, pues quedaban en la nebulosa diversos hechos que afectaban la responsabilidad del presidente Alessandri; ni se había hecho justicia, al consagrarse, prácticamente, la impunidad. Tampoco, se cumpliría el ferviente deseo de que nunca más se repitieran delitos tan atroces.
Fenatral sus directores y sindicatos afiliados, a través de este sencillo documento se hacen el deber moral de rendir un sentido homenaje a aquellos jóvenes estudiantes que luchan por sus compañeros de clase. Hacemos un llamado a indagar mayor información, compartirla con sus compañeros de trabajo, con su entorno social o familiar y comentarla en este blog, antecedentes que puedes encontrar en sitios de la web, como Punto Final o Memoria Chilena.

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