Existen fechas que no deben ser borradas de la memoria de los trabajadores conscientes y sensibles de nuestro país, por lo que recordamos lo que sucedió en Chile el 5 de septiembre de 1938, la Masacre del Seguro Obrero, una matanza en la que fueron masacrados 63 jóvenes estudiantes y que Fenatral a través de este Blog, no puede pasar por alto, por ello compartimos y hacemos nuestro el siguiente artículo, que invitamos leer completo en Punto Final.
En la elección presidencial de 1938 se presentaron tres
candidatos: Pedro Aguirre Cerda, apoyado por el Frente Popular; Gustavo Ross,
el candidato de la derecha ultraconservadora; y Carlos Ibáñez, apoyado por la
Alianza Popular Libertadora. La campaña fue bastante dura, y ante la
posibilidad cierta de la victoria de Gustavo Ross, los nacionalsocialistas
criollos intentaron el 5 de septiembre un golpe de Estado en apoyo a Ibáñez. El
golpe, en el que esperaban contar con el soporte de varios regimientos, fracasó
desde el primer instante por la lealtad que mantuvieron los militares con el
Presidente Alessandri y fue duramente reprimido. Los estudiantes pertenecientes
al Movimiento Nacional Socialista Chileno, atrincherados en el edificio de la
Caja de Seguro Obrero frente al Palacio de La Moneda, fueron masacrados por la
policía tras rendirse, en un hecho que conmovió fuertemente a la opinión
pública. Ibáñez partió nuevamente al exilio y el desprestigio del gobierno por
la matanza del Seguro Obrero, así como el apoyo que entregaron los ibañistas y
nazistas al Frente Popular fueron determinantes en la victoria de Aguirre Cerda
y la llegada del Frente Popular al gobierno.
Los que se rindieron
en la casa central de la Universidad de Chile fueron llevados al edificio del
Seguro Obrero y masacrados junto con sus compañeros.
A mediodía del lunes 5 de septiembre el plan empezó a
realizarse de acuerdo a lo programado. Un grupo de treinta y dos jóvenes
dirigido por Gerardo Gallmeyer Klotze entró al edificio de la Caja del Seguro
Obrero (que hoy ocupa el Ministerio de Justicia), y se distribuyó por escaleras
y pasillos. A las doce diez algunos nazistas comenzaron a cerrar las puertas
del edificio pero el mayordomo trató de impedirlo. La dueña de un puesto de
diarios avisó al cabo de Carabineros José Luis Salazar Aedo que salía de la
Intendencia. Creyendo que eran ladrones se acercó, revólver en mano y dispuesto
a disparar. Pero antes lo hizo un nazista, hiriéndolo mortalmente. Los
amotinados fueron ocupando los pisos superiores, construyeron barricadas en las
escaleras del séptimo piso y apresaron a medio centenar de funcionarios.
Otro grupo de treinta y dos jóvenes, encabezado por
Francisco Maldonado Chávez, había ingresado a la casa central de la Universidad
de Chile, ocupándola sin resistencia. A los académicos y funcionarios se les
permitió retirarse, salvo al rector Juvenal Hernández Jaque que quedó como
rehén.
Los otros grupos no tuvieron igual éxito. Los hermanos Jorge
y Alberto Jiménez se tomaron la radio Hucke, después de las doce y media, pero
el operador logró cortar la comunicación. Orlando Latorre González y un pequeño
grupo sólo consiguieron desconectar una de las torres de alta tensión
escogidas, con lo que se produjo una interrupción momentánea de la energía
eléctrica en Santiago.
A las 12:25, el presidente Alessandri se dirigió de La
Moneda a la Intendencia, donde increpó al intendente Julio Bustamante
Lopehandía por creer que se trataba de un asalto gangsteril, volviendo luego a
su despacho en La Moneda desde donde convocaría a las autoridades encargadas
del orden público. Carabineros, entre tanto, había rodeado el Seguro Obrero,
tomado posiciones en techos y terrazas vecinas y emplazado ametralladoras.
Los amotinados, que tenían orden de resistir sin disparar,
esperaban la aparición de las tropas del ejército que los ayudarían. Ignoraban
que el “enlace” Caupolicán Clavel había “desaparecido” la noche anterior y
nadie se había comunicado con los jefes militares de Santiago, por lo que
ningún regimiento los auxiliaría.
Pocos minutos antes de las 13 horas se abrió el fuego contra
el sexto piso del Seguro Obrero desde el edificio de La Nación. El presidente
Alessandri, acompañado de su hijo Fernando, dirigía personalmente las
operaciones.
Quince carabineros lograron romper la cadena en la puerta
del edificio, y al mando del comandante Ricardo González Cifuentes entraron
hasta el tercer piso. A las 13:30 o poco antes, llegaron efectivos del
regimiento Tacna frente a la Universidad y, para sorpresa de los nazistas,
dispararon dos cañonazos con una pieza de artillería, derribando la puerta.
Seis muertos fue el resultado de esta acción, en que no hubo, de acuerdo a las
instrucciones, mayor resistencia.
A las 13:30 el general director de Carabineros Humberto
Arriagada Valdivieso, quien cuatro años antes había dirigido la matanza de
Ranquil y que “estaba saliendo de una mona, porque había estado en una farra el
día anterior” (Tito Mundt, Las banderas olvidadas, Ed. Orbe, Santiago, 1964)
recibió terminantes órdenes de rendir a los amotinados antes de las cuatro de
la tarde.
Arriagada, desde la puerta de Morandé 80 recibía las órdenes
de Alessandri y las hacía llegar al coronel Juan B. Pezoa Arredondo, quien
tenía el mando de la acción. Arriagada observó un cable que iba hacía la
terraza del Seguro y ordenó al sargento Lavanderos, campeón de tiro con fusil y
carabina, que lo cortara. Así, de un certero disparo, Lavanderos interrumpió
las comunicaciones radiales de los rebeldes.
En cuanto a los rendidos en la universidad, se les llevó,
con los brazos en alto, por calle Morandé en dirección al cuartel de
Investigaciones. En el camino los carabineros incorporaron al mecánico José
Miguel Cabrera Barros, por haberse acercado a los amotinados. Al pasar por La
Moneda, Arriagada exclamó: “¡A estos carajos hay que matarlos a todos!”. Tras
cruzar Agustinas, por órdenes de Alessandri se les hizo volver y entrar al
edificio del Seguro. Más o menos a las 14:40 horas fueron llevados a culatazos
hasta el sexto piso, quedando en una sala a cargo del teniente Ricardo
Angellini Morales.
Más o menos a esa misma hora el general Ibáñez, aconsejado
por sus amigos, se entregó al único cuartel que mandaba un jefe que no le era
afecto: la Escuela de Aplicación de Artillería de San Bernardo al mando del
coronel Guillermo Barrios Tirado, desde donde fue conducido a la Prefectura de
Investigaciones.
Cerca de las quince horas Gerardo Gallmeyer recibe un
disparo en la frente (fue el único muerto en acción en el Seguro), al asomarse
desde una ventana. En su reemplazo toma el mando Ricardo White Alvarez. Por
calle Teatinos aparecen los regimientos Tacna y Buin. Los nazistas al verlos
gritan alborozados. Pero al ver que abren fuego contra el Seguro, White grita:
“¡Hemos sido traicionados! Estamos perdidos... ¡Chilenos a la acción!
¡Moriremos por nuestra causa! ¡Viva Chile!”.
El comandante González Cifuentes, diez o quince minutos
después de llegar los detenidos de la universidad al sexto piso del Seguro,
envía a uno de ellos, Humberto Yuric, a pedir la rendición de sus compañeros.
Al no lograr convencer a White, opta por quedarse con sus camaradas. Se envía
entonces un nuevo emisario, Guillermo Cuello González, para advertir que si no
se entregan, los rendidos en la universidad serán fusilados. White se resigna.
Diez minutos después baja Cuello y da cuenta de su misión, tras lo cual se le
da muerte de dos tiros en la cabeza.
El general Arriagada, por intermedio del teniente coronel
Reynaldo Espinosa Castro, contestó textualmente: “¿Que no entienden lo que se
les dice? ¡Que los suban arriba a todos y que no baje ninguno!”. Pezoa, a los
pocos minutos, recaba una orden escrita, la que le fue enviada (“De orden de mi
general y del gobierno, hay que liquidarlos a todos”). Una orden manuscrita del
prefecto jefe, coronel Jorge Díaz Valderrama, ratificó la anterior. Pezoa,
entonces, ordena el cumplimiento a González, el cual se niega alegando que la
orden es contraria a los principios de la institución. Se dirige a la
Intendencia, intercede ante sus superiores para no cumplir la orden, recibiendo
por respuesta: “¡Es orden del gobierno!”. Finalmente, implora clemencia al
general Arriagada, quien responde: “¿Cómo se le ocurre pedir perdón para esos
que han muerto a carabineros?”. Pero ante los argumentos, se compromete a
hablar con el presidente. La gestión del director general no prosperó.
Durante los cinco minutos siguientes todas las armas
policiales disparan sobre los rendidos. Fue un asesinato masivo, cruel y
cobarde.
Con gritos de terror, unos, y gritando sus consignas
partidarias, otros (ha perdurado la frase que Pedro Molleda Ortega dirigió a
sus compañeros: “¡No importa, camaradas, porque nuestra sangre salvará a
Chile!”), todos murieron, siendo después repasados con disparos y/o golpes de
sable y yatagán. Después vino el despojo, el botín, el premio a la infamia.
Ahora le tocaría el turno a los rendidos en la universidad,
que se hallaban en el quinto piso. Se les llevó al cuarto, debiendo pasar por
sobre los cadáveres de sus camaradas.
Luego un capitán grita a los carabineros: “¡Ya niños, a
cumplir con su deber!”, a lo que siguió la masacre.
Pero faltaba otro capítulo: la impunidad. Comenzó esa misma
noche, al arrastrar los cuerpos hacia las escaleras para aparentar que habían
muerto en combate.
El gobierno puso en marcha lo que el historiador Ricardo
Donoso llamó “el escamoteo de la verdad”. Pidió al Congreso facultades
extraordinarias y clausuró los diarios opositores La Opinión, del periodista
Juan Luis Mery Frías y del diputado Juan Bautista Rossetti, y Trabajo, de los
nazistas, y las revistas Hoy, de Ismael Edwards Matte, y Topaze, de Jorge
Délano (Coke). Quedaron circulando los diarios de derecha y el radical La Hora,
dirigido por Aníbal Jara, que inició una campaña destinada a divulgar lo
acontecido publicando fotos, comentarios y revelaciones que estremecieron a la
ciudadanía.
La Cámara de Diputados nombró una comisión investigadora,
ante la cual concurrieron actores y testigos de la masacre, volviendo a
conmoverse la opinión pública con las declaraciones y revelaciones que hicieron
los tenientes Angellini y Draves. El coronel Aníbal Alvear no dudó en señalar a
los verdaderos autores. Preguntado sobre quién dio la orden de matar, contestó:
“El asunto es bien sencillo, ¿quién da una orden de matanza, cuando el
gobierno, un general presente y el presidente de la República están a pocos
metros de distancia de donde ocurre la masacre?”. La conciencia pública se
conmovió aún más cuando se supo que el personal que había participado en la
matanza, además de ascensos, había sido gratificado.
“La derecha oligárquica y elementos moderados del nuevo
gobierno trataron de dejar en el olvido la trágica masacre. Diversas presiones
y compromisos políticos determinaron que el 10 de julio de 1940, el Ministerio
de Justicia dictara un decreto de indulto para los condenados, dejando así en
la impunidad uno de los crímenes más alevosos de nuestra historia política,
sólo superado por los numerosos asesinatos masivos e individuales cometidos
bajo el gobierno militar del general Augusto Pinochet” (Alberto Galleguillos
Jaque, Memorias de un profesor exonerado, Centro Gráfico Ltda., Santiago,
1989).
No se había esclarecido toda la verdad, pues quedaban en la
nebulosa diversos hechos que afectaban la responsabilidad del presidente
Alessandri; ni se había hecho justicia, al consagrarse, prácticamente, la
impunidad. Tampoco, se cumpliría el ferviente deseo de que nunca más se
repitieran delitos tan atroces.
Fenatral sus directores y sindicatos afiliados, a través de
este sencillo documento se hacen el deber moral de rendir un sentido homenaje a
aquellos jóvenes estudiantes que luchan por sus compañeros de clase. Hacemos un llamado a indagar mayor información, compartirla
con sus compañeros de trabajo, con su entorno social o familiar y comentarla en
este blog, antecedentes que puedes encontrar en sitios de la web, como Punto Final o Memoria Chilena.
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